28.4.07

La Cartera de un Proscrito I



Viaje al Callao
En tiempos de don Manuel Montt, los escritores liberales podían despedirse de sus amigos por medio de una tarjeta semejante:
Fulano de tal
Envíen órdenes para Magallanes.
O bien, dejar escrito un comunicado en esta forma:
“Fulano de tal suplica a su familia y amigos le dispensen el que no haya pasado a despedirse personalmente de ellos por salir de oculto para el Perú o Mendoza”.
Con arreglo a esta costumbre y después de más de un año en las cárceles me llegó también mi turno.
Así pues el 18 de mayo de 1860 me embarco en Valparaíso para Panamá en el vapor Bolivia, con dirección a Estados Unidos, para cuya república salgo desterrado.
El gobierno nos concedió esta gracia de tan buena voluntad como si se la hubiese pedido para Pekín, porque lo que el gobierno quiere es que los liberales se vayan lejos de Chile, cuanto más lejos tanto mejor. Mis otros compañeros de infortunio, menos felices que yo, salieron desterrados para Europa, después de haber solicitado en vano se les dejase ir a alguna de las Repúblicas de Sudamérica, para estar más cerca de sus familias.
Sea por las amarguras de la época, sea por la animosidad de nuestros mandatarios, yo no siento ningún pesar por dejar a Chile. Talvez, si el gobierno conociese el vivo placer con que emprendo este viaje, de seguro que no me habría concedido su licencia.
Hace uno de esos días bellos y apacibles que comunican a nuestro espíritu la dulce tranquilidad en que reposa la naturaleza. Atravieso el muelle por medio de una masa compacta de jornaleros y curiosos, y tomo un bote que me lleva al vapor. A medida que adelanto la población de Valparaíso se destaca de las quebradas vecinas y aparece a mi vista en un dilatado conjunto. Aquel inmenso caserío, aquel torbellino de hombres, aquel laberinto de embarcaciones, disminuye proporcionalmente conforme me alejo de la playa. Si yo fuese supersticioso me habría embarcado con un triste presentimiento, porque hoy es día martes y el martes es, según dicen, aciago para la cristiandad.
Dejo en tierra un numeroso gentío que nos ve partir y hallo a bordo una ciudad entera. Como todo sitio de despedida, el vapor ofrece tiernas y galantes escenas, aquí se abrazan, allí revelan los semblantes bañados en lágrimas, allá se agitan sombreros y pañuelos en señal de un adiós postrero. Los pasajeros que se embarcan, los marineros que reciben nuestros equipajes, las voces de mando, el cacareo de las aves, el gruñido de los cerdos, forman una batahola infernal.
A la una de la tarde cesa toda comunicación con tierra y se dispara un cañonazo a bordo para anunciar la salida del vapor. Todos se agolpan en la cubierta para despedirse por última vez de los objetos más queridos de su corazón. El vapor semejante a una gaviota que hiende las ondas, empieza a batir sus ruedas y a dejar en pos de si un rastro de blanca espuma. La tierra huye, Valparaíso se sustrae a nuestras miradas, nuestros pasos son vacilantes, el mar y la costa son ya los únicos objetos que se divisan. Principia el mareo, en unos con estrepitosas arcadas, y en otros con ese malestar interno que nos roba todas nuestras facultades. Los chilenos creen que el mejor antídoto contra el mareo es el membrillo y he aquí porque todos van obsequiando y comiendo de esa fruta.
Viene a bordo uno de esos caracteres que hablan de todo, sin desconcentrarse. Este charla como un pájaro que se despierta por la mañana anheloso de cantar habla de la América, truena contra los ingleses, recuerda a nuestros grandes hombres y exclama cuando ve al piloto:— ¡el náutico! … ¡ahí va el náutico! … ese es el oficial que roba en la bodega.
Fascinado el auditorio con estos chistes, celebra las alusiones y lo incita a proseguir, pero el dice: — “caballeros de buena gana me iría con ustedes hasta Cobija si no tocase ya el término de mi viaje. Aquella es mi casa (y señala un hotel de Coquimbo), esa es suya y mía y ahí me encuentran”.
En efecto, durante esta conversación, el día dos a las dos de la tarde habíamos divisado las torres de la Serena, y media hora después fondeábamos en el puerto de Coquimbo. En este ínterin compramos sandías, lúcumas, frutillas; se embarcan nuevos pasajeros, se reciben a bordo algunos novillos y carneros, y continuamos nuestra navegación a las cuatro.
El tres reina entre los pasajeros una agitación vivísima con motivo de la proximidad de Caldera. La mayor parte de los de cubierta y algunos de cámara, se preparan a desembarcar en este puerto.
A las cinco atracamos el muelle. ¡Qué bulla! ¡qué confusión! Mientras el vapor embarca carbón y recibe nueva carga, descendemos a tierra.
Hace una hermosísima noche de verano, la luna brilla en medio de un cielo sembrado de estrellas; la población yace silenciosa en el centro. El aspecto físico de Caldera es árido como el de Coquimbo; sus calles son arenosas y desiertas. Los comerciantes están trabajando en sus escritorios, talvez asentando la venta del día.
Después de una hora de vagancia taciturna, después de unas mesas de billar que juegan nuestros amigos, volvemos al vapor. A las diez se tira un cañonazo para llamar a los perezosos. A esta hora se establece una chingana entre los pasajeros de cubierta, beben chicha baya, cantan y bailan la zamacueca.
— ¡Son chilenos! Dicen tranquilamente unos extranjeros fumando sus pipas.
El cinco a las once de la mañana fondeamos en Cobija. Este puerto está situado al pié de un cordón de cerros completamente estériles, es una población mísera que vive del comercio exterior, sin muelle, sin aduana, sin buques; es la imagen de la penuria. Los chilenos han llevado a vender repollos, cebollas, papas, chacolí y aves. Nos separamos de este puerto a las dos de la tarde.
El seis a las nueve llegamos a Iquique; es mucho mejor que Cobija, sin embargo de que el terreno no se desmiente un punto. Hasta aquí alcanzan los chilenos que venían comerciando con los artículos que he mencionado más arriba. El comercio de Iquique consiste en la exportación del salitre y en la importación de los víveres.
La noche del siete se pasa casi toda en vela, a consecuencia de que el vapor tocaba en Arica. El cañón de a bordo nos anunció que habíamos a este punto a las dos de la mañana. De buena gana habría descendido a tierra si hubiésemos llegado en otra época más oportuna. A las cinco volví a subir a cubierta para ver si podía distinguir sus casas; pero solamente divisé un bosquecillo de árboles que se dibujaba en la oscuridad y algunos edificios cercanos a la playa. Los pocos pasajeros que hemos recogido en estos puertos presentan el tipo de la raza mongólica, y todos traen su botella de pisco.
El ocho a las cinco de la mañana anclamos en Islai, puerto pequeño compuesto de un montón de casas fabricadas en la cima de las rocas. A las seis entró un vapor que dijeron, era el Callao con rumbo a Valparaíso, y a las siete y media desamparamos nosotros la bahía.
La noche del jueves fue un poco borrascosa. Con ese motivo hubo una grande alarma entre los hombres y mujeres de cubierta, de que nosotros no nos apercibimos por ir entretenidos en la tertulia de cámara. Algunos de nuestros conviajantes no durmieron tranquilos por estar pensando en los bramidos del mar y en que el casco del vapor estaba enteramente deteriorado.
A las cinco de la mañana sacudió nuestro profundo sueño la explosión de un cañonazo: acabábamos de llegar a Pisco. Inmediatamente me vestí y subí arriba.
Pisco está situado en una llanura poblada de árboles, parecida a la faja de árboles que se extiende en Human cerca de los Ángeles. No sé si la vista me engañaba; pero aquellos que me parecían pinos y el tiempo nebuloso, me traían a la memoria los campos de Arauco. Pisco tiene un soberbio muelle de fierro que vi desde lejos porque no atracamos a él.
Vienen al vapor algunos botes cargados de plátanos, granadas, naranjas, limones dulces, limas y frascos de pisco. Se embarca una buena caterva de mulatos y mulatas; todas traen sombreros y fuman puros, y hasta las señoras también hablan en el mismo sonsonete que los arribanos de Chile. En Pisco se oye con la misma frecuencia que en Lima el pues y el oiga usted. Los marinos remedaban perfectamente el acento, cuando les decían a las mujeres: oiga usted pues, venga usted pues.
A las nueve dejamos a Pisco y nos encaminamos a las islas de Chincha, a donde llegamos como a las once. Antes de que fondeemos vienen a encontrarnos veinte y seis botes cargados de fruta, pasajeros y curiosos. Cuento sesenta buques anclados. Veo en la cubierta del vapor una humareda de cigarros puros, oprimidos por unos labios de rosa y por otros morenos. Cada vez que las cholitas suben alguna escala, se arremangan los vestidos hasta arriba! Pero solamente se les ve los calzones muy fileteados! Embarcada la correspondencia y unos cuantos pasajeros, nos ponemos en marcha.
El once a las seis de la mañana arribamos al Callao. Lo primero que distinguen mis ojos son los buques de la bahía, los torreones y castillos del puerto. Durante un rato estuve contemplando esta ciudad que despertaba en mi mente recuerdos tan gloriosos para nuestra armada. A las nueve salté a tierra. Andaba paseando por algunas calles para ver si encontraba algún paisano, cuando oí el pito del ferrocarril; tomé el tren y me fui a Lima. Por la ventanilla del carro divisé los campos a vuelo de pájaro, que me parecieron bastante hermosos y muy verdes, a pesar de la estación, pero no tan poblados. Media hora después me hallaba en la Capital de la América, en esa lima por dentro y fuera.

9.4.07

La Cartera de un Proscrito VII


Regreso a Lima
La Tarántula Nº 33 26 de julio de 1862

El aislamiento, la oscuridad en que vivía en la Contra-Costa y más que todo el recuerdo incesante de la patria me hicieron tomar de súbito la determinación de volverme a Lima para estar más en contacto con mis paisanos y los asuntos de Chile. Vine pues a San Francisco en busca de un buque en que embarcarme, y allí que la barca sarda Carlota estaba próxima a darse a vela para el Callao; tomé mi pasaje en ella junto con otros chilenos y me restituí a San Joaquín a preparar mi equipaje, a pesar de que en el silencio en que vivía echaba de menos la soledad del mar, me abrumaba una pena lenta al revisar de nuevo los objetos que había llevado de Chile, y al considerar que era muy probable que me despedía para siempre de unos valles risueños donde había pasado unos días de feliz retiro. Otro pesar me atormentaba también, y era el no haber podido continuar mi viaje a los otros Estados de la Unión como lo tenía dispuesto.
Permanecimos en San Francisco hasta el 29 de septiembre, época en que a las once de la mañana nos trasladamos a bordo, y a las doce zarpamos del puerto. Durante algún tiempo nuestra navegación fue rápida y feliz porque el viento nos favorecía; pero luego sobrevino esa calma odiosa que es tan frecuente en los buques de vela. En este estado procurábamos adormecer nuestra independencia gozando de las bellas expectativas del mar. El sol descendía majestuoso a reclinarse en las ondas. La brisa jugueteaba con el azulado Océano ciñendo su superficie de blancos rizos de espuma. Algunas aves marítimas venían a revolotear alrededor de nuestro buque; bandadas de pescados alados surgían del fondo: cintas de algas aparecían flotando de la cima. Más tarde, la luna se levantaba de su húmedo lecho y venía a iluminar el horizonte; las estrellas brotaban en el firmamento y se reflejaban en el espejo de las aguas; una tenue brisa pasaba suspirando y le arrancaba a nuestra barca melancólicos gemidos.
Una noche me encontraba sentado en la cubierta respirando el ambiente, porque la temperatura había cambiado y el calor era insufrible en la cámara. El buque se mecía blandamente al empuje de las olas; la noche estaba entoldada, pero a la claridad de las estrellas divisaba en el horizonte un nubarrón que se prolongaba a guisa de cordillera. ¡Hechicera ilusión! En aquellas aguas calladas, en aquella nube opaca, yo creía ver la bahía de Talcahuano, el cerro de Tumbes y la isla Quiriquina. Uno de los chilenos, desterrado también, debió pensar en lo mismo que yo, porque en ese instante me arrancó de aquel enajenamiento hablándome del caso fortuito de llegar a Talcahuano en vez de llegar al Callao.
¡Ay! Estábamos tan distantes de Chile, que en aquellos momentos navegábamos todavía en los mares de Méjico. ¡Sagrado amor de la patria! ¿Porqué venías de continuo a interponerte en nuestras meditaciones?
Algunos días después tuvimos un tiempo contrario; soplaba un viento violento, torrentes de agua descendían del cielo; el mar se arremolinaba y lanzaba unas olas sobre la cubierta; nuestra barca se balanceaba como una cáscara de nuez.
La tripulación y pasajeros no podíamos dar un paso sin vacilar; almorzábamos y comíamos con muchísima incomodidad. Cuando subíamos arriba era preciso asirnos de los cables para no caer. En medio de nuestro desasosegado sueño nos despertábamos tres o cuatro veces para agarrarnos de los camarotes; algunos de estos movimientos eran tan bruscos que estábamos a punto de volcar.
El retrato de Garibaldi venía colgado en la testera de la cámara. Una tarde de borrasca que leía yo en la mesa, levantaba mis ojos él y lo veía balancearse a la par del buque. Garibaldi de pié, con la mano puesta sobre la empuñadura de su espada, con una fisonomía llena de fiereza, me parecía que desafiaba las iras del mar.
El viento nos alejó de las costas del Callao en términos que a pocas millas más habríamos estado más cerca de Valparaíso que del Callao ¡Qué fastidiosa se hizo entonces nuestra navegación! Estar a un día de camino y no poder arribar a aquel puerto, unas veces por la calma y otras por el viento! Todas las mañanas se presentaba a nuestra vista un mismo horizonte, habíamos leído todo lo que teníamos que leer, eran ya pasados cincuenta días y todavía no divisábamos las costas del Perú.
El cuatro de diciembre nos empujaba un viento favorable, cuando a las nueve de la mañana nos pusimos al habla con un bergantín inglés que venía de Valparaíso En 15 días: “Los negocios están malos, no hay nada que hacer”, contestó el capitán a una pregunta que, a instancias mías, le dirigió el nuestro sobre el estado de Chile.
El cinco a las seis de la mañana, nos pusimos al frente de la isla de San Lorenzo. Una espesa niebla nos escondía lo demás, pero desde la víspera habíamos conocido la proximidad de la tierra por ser el mar más manso, menos diáfano y por las emanaciones terrestres que nos traía el aire.
Entramos al puerto a las doce, y estuvimos incomunicados toda la tarde, hasta las cinco en que se recibió orden para desembarcar los pasajeros. La noche la pasamos todavía en el buque, y el seis por la mañana saltamos a tierra. Inmediatamente hirió nuestra vista este espectáculo extraño: grupos de jornaleros fumando o reposando indolentemente, bandadas de soldados, mujeres, mendigos, beatas, en fin, todas las notabilidades de la América del Sur.
Más tarde vi en Lima a un hombre ebrio que llevaban a la cárcel dos celadores empujándole y dándole de palos. El infeliz se enfurecía con este mal trato, se desgarraba los vestidos y marchaba a la rastra impelido por sus conductores. Al ver esto me acordé súbitamente de la frontera; pero estaba en Lima que era una cosa igual.
La misma escena me saludó después a mi llegada a Concepción.

19.3.07

La Cartera de un Proscrito V


VIAJE POR LA COSTA - La Tarántula 19 de julio de 1862

Algunos días después emprendí una excursión a la costa. Una mañana a las ocho, atravesé en el San Antonio el brazo de mar que divide a San Francisco de O´Kland. Cuando el vapor empezó a navegar, subí a la cubierta para juzgar de la vista de la bahía. Desde ese punto divisé a mis espaldas la confusa arboladura de los buques y el inmenso caserío de San Francisco que subía y bajaba los cerros; al frente se dibujaba entre las brumas de la mañana el pueblo de O´Kland y un bosque de encinas; a la izquierda el mar y la costa, y a la derecha un objeto que no sabía qué era; pero que después se me dijo ser el pueblo de San Antonio.
Media hora duró esta navegación, del valor de dos reales, atracamos al muelle y descendí a tierra. Aquí había cuatro diligencias para conducir a los pasajeros para diferentes puntos del interior.
O´Kland se compone de una calle principal, ancha y arenosa en cuyo centro, hacia el final de ella, hay algunas encinas aisladas. O´Kland está poblado de paradores, tiendas, hoteles y cafés, restaurantes y comunicado, como todos los pueblos de California por telégrafos, vapores, diligencias, imprentas, etc.
En California para establecer un correo no se pregunta como entre nosotros, si la población es pequeña, sino se planta de hecho, no se dice lo que se dijo en el Senado tratándose del ferrocarril de Concepción a Talcahuano:
- “¿Para qué quieren ferrocarril los penquistas?, ¡Para divertirse!” (Textual)
En California no sucede como entre nosotros, que cuando se funda un mísero establecimiento, nos enloquecemos de gozo y bendecimos a nuestros mandatarios. ¡Tan acostumbrados estamos a que estos no hagan nada!
Recuerdo que cuando en Santiago se plantaban los postes del telégrafo de Valparaíso, la gente se agolpó embobada a presenciar esta operación y en medio de su embobamiento exclamaba: - “¡Cómo se conoce que estamos en el siglo de los prodigios!”.
Y cuando después se cercioró de que por el alambre no podían ir cartas como por la estafeta, exclamó apesadumbrada: - “¡Patarata! ¡No sirve más que para conversar!” (Textual también).
¿Para qué ha de establecerse un telégrafo en Concepción si ese vehículo no sirve más que para conversar? ¿Para qué un ferrocarril si los penquistas lo quieren solo para divertirse? ¿Para qué un correo, una línea de coches, una imprenta, una biblioteca, “si los pueblos no están todavía en estado de apreciar estos beneficios?” (Textual de un periódico semioficial de Santiago).
Pero dejemos estas cosas nacionales y volvamos a las extranjeras.
En el grupo de las diligencias que espera en el muelle hay un cochero que grita en inglés: ¡Ya me voy a San Pablo! Subo pues a este carruaje y echamos a andar. La vegetación presenta un lujo encantador. Los más embriagantes perfumes embalsaman la atmósfera. El cielo puro y el aire suave y agradable. A un lado se divisa el mar como una inmensa esmeralda; al otro un cordón de cerros y en el centro un valle amenísimo, sembrado de trigo y cebada que empieza a madurar. ¿Por qué estos lindos campos nos traen a la memoria los de Chile? En todo lo que ven mis ojos se refleja la imagen adorada de de la patria ausente.
Llego a Las Codornices y desciendo del carruaje. Los labradores están entregados a sus labores sin cuidarse de los que van ni los que vienen; al revés de nosotros, que cuando pasa alguien lo miramos, le criticamos y dejamos nuestras tareas para saber quién es, de dónde viene, a dónde y a qué va.
De Las Codornices me dirijo a San Pablo en compañía de un chileno con quien hago esta travesía a caballo. Hace un gran calor, pero por fortuna llegamos pronto a esta población, donde nos apeamos en un hotel chileno.
¿Quién es esta madama Serwood, the Mammoth Lady, cuyo retrato hace días, veo en todas partes? Esta M. Serwood es una irlandesa, de una extraordinaria gordura, que pesa 643 libras y que se enseña en los hoteles por cuatro reales de entrada. Un día los yanquis quisieron obligarla a que se desnudase y se pesase a la vista de ellos; pero la buena madama resistió la prueba.
De San Pablo paso al Pinol y de aquí a San Joaquín. Siempre observo el mismo panorama, solo con algunas modificaciones en el terreno. Veo pasar las embarcaciones que se dirigen a Sacramento y a otros pueblos; veo también a Vallejos, y más allá a nuestra derecha, detrás de unas lomas, se encuentra Martínez.
A pesar de que me hallo entre chilenos, la mayor parte de la conversación se me pasa por alto, por valerse de términos mexicanos cuyo significado no comprendo. He aquí algunos con su correspondiente traducción.
Milpas Chácaras.
Chícharos Arvejas.
Elotes Choclos.
Hijotes Fréjoles.
Pinol Harina.
Sacate Pasto.
Rancho Fundo.
Reata Lazo.
Mecate Soga.
Chirrión Chicote.
Jalar Tirar.
Persogar Amarrar un caballo.
Pilar hijotes Arrancar porotos.
Envolver tamales Hacer humitas, etc.
De los sudamericanos, el chileno es el más solicitado para los trabajos de la agricultura, porque es el más entendido en esta industria y el que compite con los yanquis en robustez. El chileno no es considerado como gañán, sino como trabajador en los fundos, vive en cuartos, duerme en camas, come en salas destinadas a este fin, gana un jornal de uno hasta de dos pesos en el campo y tres a cuatro en las minas; se le alimenta con carne fresca, legumbre, pescado, pan blanco, mantequilla (en ciertas épocas) y té o café a discreción; viste con más o menos decencia, según sus facultades, viaja en vapores y en diligencias, se aloja en los hoteles de primer orden, asiste al teatro, en fin, no se le repele de ninguna parte, ni se le molesta si no da lugar para ello. En California, si quiebra, no va a la cárcel, como tan rencorosamente se procede aquí; si no quiere trabajar a jornal, campos tiene a su disposición; si quiere casarse, da la limosna que le place, y la ceremonia es igual para todos.
Distinta es por cierto la condición de que gozan por acá nuestros peones e inquilinos. ¿Cómo se les trata en las haciendas? Cómo a negros bozales que está pendientes de la voz o del látigo del mayoral, duermen a pampa rasa, en los pajales o en las cocinas, comen una ración de fréjoles mal guisados y un ulpo de harina cuando la hay; ganan un miserable diario, visten con pobreza y entran a menudo a los cuarteles, a la cárcel o las chinganas. ¿Cómo queremos que nuestros huasos se civilicen, si los miramos como una raza proscripta, si nos aprovechamos de sus sudores para levantar nuestra fortuna, si los excluimos de toda participación en los negocios públicos y sólo nos acordamos de ellos en las revueltas?
Nuestros gañanes no tienen descanso casi en ningún día del año; toda la semana trabajan para sus patrones o acuden al llamado del juez o del comandante. ¿Para qué los quiere el juez? Para que vayan a dejarle una carta a los quintos infiernos, para que tomen presos a tales vecinos enemigos suyos, para que patrullen de noche… Y estos servicios los prestan los pobres gratuitamente, sin remuneración ninguna, en sus propios caballos y a su costa, so pena del rollo o de una multa.
¿Por qué motivo y en virtud de qué ley se obliga a los ciudadanos a prestar el servicio de patrullas? Será con el de atender a la seguridad común: pero la seguridad está confiada a la fuerza pública y no a los individuos.
El servicio de patrullas que se impone a los ciudadanos es una nueva contribución, para la cual no reconocemos derechos ni facultades en los agentes del Ejecutivo, sino en el Congreso como expresamente lo declara la Constitución.
Obligar a los ciudadanos a desvelarse noches enteras, inutilizándose para los trabajos del día, es una contribución incómoda y perjudicial. Mientras tanto el soldado reposa en los cuarteles, recibe su sueldo todos los meses. Y asciende y gana premios sin pelear. Sólo el paisano no más no goza de de estas prerrogativas.
Nuestros trabajadores tampoco tienen un día libre el domingo, porque el comandante los espera en el campo para enseñarles que cosa?... ¡el manejo de la lanza!
Y cuando no es para estos servicios es para que vayan a trabajarle gratis en sus cosechas, para que vayan a buscarle los animales que se les han perdido… ¿Hay cosa más odiosa que estos servicios personales que los subdelegados y comandantes de milicias exigen de nuestros huasos? ¡Por eso en la frontera se tiene tanto apego a estos destinos!
El pobre nunca sale de su abatimiento porque faltándole tiempo para trabajar para sí, le falta también el dinero para mantener a su familia: y no teniéndolo y debiéndolo, va a la cárcel o se mete a ladrón, o se arranca a su país y se interna en la Araucanía en busca de una vida inmoral y licenciosa.
Para sustraerse pues a esta pobreza que le agravia, a los jueces y comandantes que le tiranizan, al cura que no le casa si no le da una cantidad superior a la que puede ganarse en uno o dos meses, emigra de su patria y se va al extranjero.
¡Bien hecho! Entre los araucanos, como los yanquis, encuentra más recursos, más libertad, menos pagos y menos sujeción y entre nosotros… ¡oprobio, rollo y cadenas!

21.12.06

La Cartera de un Proscrito IV


Viaje a San Francisco

A las siete de la mañana vinieron a despertarme para que me preparase a almorzar; pero no teniendo disposición a tomar nada y hallándome aletargado por el calor, no quise hacerlo y continué dormitando hasta las ocho.
A esa hora subí a cubierta a respirar; lo primero que veo es una sociedad inmensa; los hombres leen, escriben o dibujan, los niños juegan, las señoras conversan o cosen. En aquella especie de república cada uno se entrega a sus distracciones o quehaceres del momento.
¡Qué franqueza reina en estos vapores! Uno puede quitarse la levita si se siente incómodo, sentarse en el suelo si no halla otra parte. Cuando las sillas están ocupadas, nos tendemos en el suelo y aun dormimos sin que nadie nos moleste. El piso de cubierta está forrado de un tapiz encerado; y además de las escupideras hay dos que están de continuo barriendo la menor basura; así es que el suelo se conserva excesivamente limpio.
He pasado a otro departamento donde van otros pasajeros, y he observado que se les da el mismo trato y asistencia que a nosotros. En otro departamento he contado quince reses, un chiquero de chanchos y los gallineros respectivos, repletos de toda clase de aves.
Se me dice que en este vapor, como en todos los de la compañía, hay un hospital reservado para los casos de enfermedad. Además de un botiquín administrado por un doctor, hay también un despacho de licores y refrescos. Por la mañana suele ser tal la aglomeración de consumidores que apenas bastan dos yanquis para el servicio. Lo más que se consume es limonada, zarzaparrilla (no la medicinal) y una excelente soda helada.
A las doce han tocado la campana para que bajemos a comer. A cada pasajero se le señala un asiento en la mesa por medio de un boleto numerado; a mi me ha tocado entre cinco señoras. He aquí ahora mi confusión; me dicen que pase pan y paso dulces. Por eso mis adláteras, conociendo que no poseo el inglés, han tomado el arbitrio de servirse a si mismas.
A las cinco de la tarde vuelven a tocar la campanilla para la cena; en ésta y en el almuerzo nos sirven té o café a discreción después de los platos respectivos. A los niños les ponen un almuerzo por separado, a las seis de la mañana.
Por la noche hay tertulia. Algunas parejas bailan al son de un violín; el músico al mismo tiempo que toca, les advierte a los danzantes el movimiento que hay que ejecutar.
Otras noches hay conciertos de violín, guitarra, flauta y fuelle; pero esos instrumentos no pueden uniformarse nunca, por lo que el violinista toma el partido de tocar solo. En seguida se reúnen algunas señoras y cantan, solas o acompañadas de algunos caballeros.
Estos conciertos no dejan de tener su encanto; la concurrencia sentada o paseándose presenta un golpe de vista magnífico; la luna derrama arroyos de apacible luz, las olas murmuran y las brisas juguetean con las velas. Todo esto contribuye a aumentar la poesía de esas veladas. La concurrencia permanece sobre cubierta hasta que se dejan ver los primeros albores de la mañana; a esa hora ya se ha refrescado la atmósfera biliosa de la cámara y algunos bajan a ella. Una lámpara arde en medio del salón, los criados de turno están velando; a la primera campanada y de noche todavía, cuando la luna aún ocupa la bóveda celeste, los marineros van despertando suavemente a los que nos hemos quedado dormidos sobre popa para que dejemos lavar la cubierta.
A pesar de que ya llevamos tres días navegando y de que el vapor anda a 12 millas por hora, la temperatura no ha variado ni un átomo. Hoy 2 de junio me he despertado abatido de calor. Mi primera diligencia ha sido de tomarme un vaso de agua y en seguida apenas he tenido disposición de almorzar.
El día cuarto amaneció nublado, y un viento norte restauraba suavemente nuestras fuerzas agotadas. Ese día que era domingo, mientras leía sobre cubierta, oí una voz que hablaba en el salón en tono de amonestación: luego esa voz se fue exaltando poco a poco, hasta el extremo que despertó mi curiosidad. Por lo pronto creí que sería alguna disputa: pero no oyendo más que esa misma voz, grave y reposada, y notando un silencio inusitado, bajé a ver lo que era. Todas las señoras y caballeros, excepto los que eran de otra religión, estaban congregados en el salón, escuchando con religioso recogimiento a un orador. Este orador ocupaba el centro de la reunión y tenía sobre la mesa un jarro de agua y un libro que tocaba de de cuando en cuando como para aseverar lo que decía y pronunciaba el nombre de San Pablo. Luego se calló y le sucedió otro; éste habló en voz baja, en tono de quien recita una oración, y con los ojos cerrados. En seguida volvió a hablar el primero, dijo algunas palabras, extendió ambas manos hacia la concurrencia, y ésta se puso en pie en el acto. Era que los yanquis estaban solemnizando el domingo.
En la noche del 5 después de haber oído cantar y bailar, me quedé como de costumbre, dormido sobre la cubierta, contemplando la luz de la luna que reverberaba sobre las aguas, produciendo efectos fosforescentes. Habría dormido una hora un sueño calenturiento, cuando me despertaron unas voces de mando y el tañido de una campana; miré alrededor y vi que navegábamos entre dos costas. Era la una de la mañana y a esa sazón entrábamos en el puerto de Acapulco. La población se dibujaba en confuso en el fondo de unas sierras; una luz resinosa llameaba en una barca, hacia la cual nos dirigíamos y a la izquierda, en unas casas de la playa, ladraban unos perros.
Fondeamos y se principió a trasbordar el agua y el carbón; los mexicanos llegaron vendiendo naranjas, limones, cigarros, plátanos, cocos, piñas, pericos enjaulados y unos hermosos ramitos de flores, hechos de conchas de mariscos, que fue la única curiosidad que admiramos. A las seis de la mañana cuando se concluyó la faena de transporte, el vapor se puso en marcha para salir del puerto y a esa hora volvimos a continuar nuestro sueño. Ese mismo día 5, a las once, el vapor se detuvo en el puerto de Manzanillo para desembarcar unos pasajeros que iban para Mazatlán. El bote se desprendió del vapor estando nosotros agolpados en la cubierta mirándolo aparecer y desaparecer de la cima de las ondas, luego se ocultó detrás de unas rocas y no volvimos a verlo más.
En estos dos días el temperamento ha variado completamente, ya no se siente ese calor penoso de la víspera, ni esa insaciable sed de agua que nos aquejaba; a los trajes de verano se han sucedido otros de más abrigo y a las veladas de popa, las del salón. Anoche me quedé recostado sobre la cubierta; pero a la una me despertó el frío y bajé a la cámara.
En estas noches la tertulia pasa leyendo, jugando o conversando alrededor de las mesas; pero es tal la aglomeración que para conquistar una silla o un sofá, es menester estar a la expectativa.
Hoy por la mañana un yanqui se ha puesto a tocar el chavaran en el violín; apenas le han oído todos los circunstantes, se han puesto a bailarlo y hasta los negros también que andan tendiendo las camas. Ayer, en la cubierta de proa, divisé a dos pasajeros que ejecutaban esa endemoniada danza con unos bríos y una gracia sin igual.
Algunos días se alza un confuso estrépito de voces; todos dejan sus asientos y van a ver lo que es: es una ballena que pasa, es una tropa de tortugas, es una bandada (sic) de pescados. Más tarde estalla el mismo clamoreo, es el sol que se sumerge en el océano.
Hoy 13 de junio, me he despertado a las cinco de la mañana, el tiempo está revuelto, el mar se agita con pavoroso estruendo, el vapor rechina y se estremece, los pasajeros están asidos de las barandas para no caer. De cuando en cuando asoman la cabeza para ver montañas de agua que vienen rugiendo a estrellarse contra los costados del barco y a inundar la cubierta. Los criados preparan las mesas, las tazas de té se bambolean, los platos ruedan con fragor, la campanilla nos llama, pero es imposible almorzar con comodidad. ¡Cómo nos encontramos y tropezamos a todos!
Después de almuerzo se distribuyen las tarjetas de hoteles, almacenes y otros establecimientos; a las diez entro en mi camarote para recoger algunas cosas sueltas. Más de una vez tengo que interrumpir estas líneas, tanto por el vaivén del buque, cuando porque la ola que sube hasta la ventanilla me intercepta la luz. Los criados arrollan las camas, en una sala se desarman los camarotes que se habían improvisado; las señoritas cambian sus trajes por otros de gala; el tiempo se serena poco a poco.
A la una de la tarde subo a cubierta, diviso una costa nebulosa y unos sembrados en la falda de unos cerros; más tarde el horizonte se aclara y entonces los objetos se hacen más visibles. Nos acercamos a tierra, el sol rasga las nubes, cuatro banderas se izan, se ven casas y ganados, luego una fortaleza y al dar la vuelta… San francisco, seno de aventuras.
A las tres y media atracamos a un edificio donde nos esperan los coches. ¡Qué afluencia de gente! Todos nos pasan tarjetas y carteles, y nos ofrecen hoteles y carruajes. ¡Qué estruendo tan aturdidor! ¡Qué confusión de lenguas! ¿ha sonado ya la hora del juicio?
El muelle de San Francisco es inmenso, en él hay calles, edificios soberbios, almacenes espaciosos. La bahía es tan mansa como una laguna: allí aparecen un bosque de mástiles, una densa nube de humo que exhalan los vapores de todas dimensiones; rimeros de madera, fardos, cajones, barriles, multitud de trajinantes que van y vienen como las hormigas; carros tirados por hermosos caballos percherones, coches atestados de pasajeros, revendedores de cigarros, naranjas y periódicos, un ejército de chinos de larga trenza, loros que hablan inglés que las pela, una infinidad de objetos indescriptibles.
A las cuatro tomo el coche del hotel California, en cuyo establecimiento se habla español, inglés y francés. A esta misma hora anuncian la llegada del Golden Gate, y uno de ellos trae la lista de los pasajeros, cuyo total es 803, aunque un diario francés le pone mil.
He aquí una coincidencia singular, día martes me embarqué en Valparaíso, día martes desembarqué en Panamá, martes volví a embarcarme en ese puerto y martes llegué a San Francisco.

11.10.06

Juegos



EL JUEGO más común entre los araucanos es el que llaman llighen, y consiste en cuatro habas partidas por la mitad y pintadas de negro por dentro. Estas habas se agitan entre las manos como los dados y se tiran sobre una carpeta puesta en el cesped. Si las pintas que caen al lado exterior son pares, gana quien tira, y si es nones no pierde nada.
Este es el juego en que el indio apostrofa las habas cuando pierde y las elogia cuando gana. Mientras dura la partida, la ansiedad se pinta en su semblante, sus manos agitan convulsivamente las habas y su lengua enhebra un recitado melancólico, marcado con todos los sellos de la pasión. Cuando la suerte le es fatal interrumpe su canto, echa mano a su cuchillo y hace manar la sangre de sus venas.
Antes no usaban el naipe. Cuando más se valían de él para contemplar las figuras que representan; pero ahora están tan instruidos en las cartas, que ya casi no hay juego que ignoren. Además de la primera, monte, treinta y una, veinte y siete, once, tenderete, saben otros muchos que han inventado ellos o aprendido de los chilenos.