21.12.06

La Cartera de un Proscrito IV


Viaje a San Francisco

A las siete de la mañana vinieron a despertarme para que me preparase a almorzar; pero no teniendo disposición a tomar nada y hallándome aletargado por el calor, no quise hacerlo y continué dormitando hasta las ocho.
A esa hora subí a cubierta a respirar; lo primero que veo es una sociedad inmensa; los hombres leen, escriben o dibujan, los niños juegan, las señoras conversan o cosen. En aquella especie de república cada uno se entrega a sus distracciones o quehaceres del momento.
¡Qué franqueza reina en estos vapores! Uno puede quitarse la levita si se siente incómodo, sentarse en el suelo si no halla otra parte. Cuando las sillas están ocupadas, nos tendemos en el suelo y aun dormimos sin que nadie nos moleste. El piso de cubierta está forrado de un tapiz encerado; y además de las escupideras hay dos que están de continuo barriendo la menor basura; así es que el suelo se conserva excesivamente limpio.
He pasado a otro departamento donde van otros pasajeros, y he observado que se les da el mismo trato y asistencia que a nosotros. En otro departamento he contado quince reses, un chiquero de chanchos y los gallineros respectivos, repletos de toda clase de aves.
Se me dice que en este vapor, como en todos los de la compañía, hay un hospital reservado para los casos de enfermedad. Además de un botiquín administrado por un doctor, hay también un despacho de licores y refrescos. Por la mañana suele ser tal la aglomeración de consumidores que apenas bastan dos yanquis para el servicio. Lo más que se consume es limonada, zarzaparrilla (no la medicinal) y una excelente soda helada.
A las doce han tocado la campana para que bajemos a comer. A cada pasajero se le señala un asiento en la mesa por medio de un boleto numerado; a mi me ha tocado entre cinco señoras. He aquí ahora mi confusión; me dicen que pase pan y paso dulces. Por eso mis adláteras, conociendo que no poseo el inglés, han tomado el arbitrio de servirse a si mismas.
A las cinco de la tarde vuelven a tocar la campanilla para la cena; en ésta y en el almuerzo nos sirven té o café a discreción después de los platos respectivos. A los niños les ponen un almuerzo por separado, a las seis de la mañana.
Por la noche hay tertulia. Algunas parejas bailan al son de un violín; el músico al mismo tiempo que toca, les advierte a los danzantes el movimiento que hay que ejecutar.
Otras noches hay conciertos de violín, guitarra, flauta y fuelle; pero esos instrumentos no pueden uniformarse nunca, por lo que el violinista toma el partido de tocar solo. En seguida se reúnen algunas señoras y cantan, solas o acompañadas de algunos caballeros.
Estos conciertos no dejan de tener su encanto; la concurrencia sentada o paseándose presenta un golpe de vista magnífico; la luna derrama arroyos de apacible luz, las olas murmuran y las brisas juguetean con las velas. Todo esto contribuye a aumentar la poesía de esas veladas. La concurrencia permanece sobre cubierta hasta que se dejan ver los primeros albores de la mañana; a esa hora ya se ha refrescado la atmósfera biliosa de la cámara y algunos bajan a ella. Una lámpara arde en medio del salón, los criados de turno están velando; a la primera campanada y de noche todavía, cuando la luna aún ocupa la bóveda celeste, los marineros van despertando suavemente a los que nos hemos quedado dormidos sobre popa para que dejemos lavar la cubierta.
A pesar de que ya llevamos tres días navegando y de que el vapor anda a 12 millas por hora, la temperatura no ha variado ni un átomo. Hoy 2 de junio me he despertado abatido de calor. Mi primera diligencia ha sido de tomarme un vaso de agua y en seguida apenas he tenido disposición de almorzar.
El día cuarto amaneció nublado, y un viento norte restauraba suavemente nuestras fuerzas agotadas. Ese día que era domingo, mientras leía sobre cubierta, oí una voz que hablaba en el salón en tono de amonestación: luego esa voz se fue exaltando poco a poco, hasta el extremo que despertó mi curiosidad. Por lo pronto creí que sería alguna disputa: pero no oyendo más que esa misma voz, grave y reposada, y notando un silencio inusitado, bajé a ver lo que era. Todas las señoras y caballeros, excepto los que eran de otra religión, estaban congregados en el salón, escuchando con religioso recogimiento a un orador. Este orador ocupaba el centro de la reunión y tenía sobre la mesa un jarro de agua y un libro que tocaba de de cuando en cuando como para aseverar lo que decía y pronunciaba el nombre de San Pablo. Luego se calló y le sucedió otro; éste habló en voz baja, en tono de quien recita una oración, y con los ojos cerrados. En seguida volvió a hablar el primero, dijo algunas palabras, extendió ambas manos hacia la concurrencia, y ésta se puso en pie en el acto. Era que los yanquis estaban solemnizando el domingo.
En la noche del 5 después de haber oído cantar y bailar, me quedé como de costumbre, dormido sobre la cubierta, contemplando la luz de la luna que reverberaba sobre las aguas, produciendo efectos fosforescentes. Habría dormido una hora un sueño calenturiento, cuando me despertaron unas voces de mando y el tañido de una campana; miré alrededor y vi que navegábamos entre dos costas. Era la una de la mañana y a esa sazón entrábamos en el puerto de Acapulco. La población se dibujaba en confuso en el fondo de unas sierras; una luz resinosa llameaba en una barca, hacia la cual nos dirigíamos y a la izquierda, en unas casas de la playa, ladraban unos perros.
Fondeamos y se principió a trasbordar el agua y el carbón; los mexicanos llegaron vendiendo naranjas, limones, cigarros, plátanos, cocos, piñas, pericos enjaulados y unos hermosos ramitos de flores, hechos de conchas de mariscos, que fue la única curiosidad que admiramos. A las seis de la mañana cuando se concluyó la faena de transporte, el vapor se puso en marcha para salir del puerto y a esa hora volvimos a continuar nuestro sueño. Ese mismo día 5, a las once, el vapor se detuvo en el puerto de Manzanillo para desembarcar unos pasajeros que iban para Mazatlán. El bote se desprendió del vapor estando nosotros agolpados en la cubierta mirándolo aparecer y desaparecer de la cima de las ondas, luego se ocultó detrás de unas rocas y no volvimos a verlo más.
En estos dos días el temperamento ha variado completamente, ya no se siente ese calor penoso de la víspera, ni esa insaciable sed de agua que nos aquejaba; a los trajes de verano se han sucedido otros de más abrigo y a las veladas de popa, las del salón. Anoche me quedé recostado sobre la cubierta; pero a la una me despertó el frío y bajé a la cámara.
En estas noches la tertulia pasa leyendo, jugando o conversando alrededor de las mesas; pero es tal la aglomeración que para conquistar una silla o un sofá, es menester estar a la expectativa.
Hoy por la mañana un yanqui se ha puesto a tocar el chavaran en el violín; apenas le han oído todos los circunstantes, se han puesto a bailarlo y hasta los negros también que andan tendiendo las camas. Ayer, en la cubierta de proa, divisé a dos pasajeros que ejecutaban esa endemoniada danza con unos bríos y una gracia sin igual.
Algunos días se alza un confuso estrépito de voces; todos dejan sus asientos y van a ver lo que es: es una ballena que pasa, es una tropa de tortugas, es una bandada (sic) de pescados. Más tarde estalla el mismo clamoreo, es el sol que se sumerge en el océano.
Hoy 13 de junio, me he despertado a las cinco de la mañana, el tiempo está revuelto, el mar se agita con pavoroso estruendo, el vapor rechina y se estremece, los pasajeros están asidos de las barandas para no caer. De cuando en cuando asoman la cabeza para ver montañas de agua que vienen rugiendo a estrellarse contra los costados del barco y a inundar la cubierta. Los criados preparan las mesas, las tazas de té se bambolean, los platos ruedan con fragor, la campanilla nos llama, pero es imposible almorzar con comodidad. ¡Cómo nos encontramos y tropezamos a todos!
Después de almuerzo se distribuyen las tarjetas de hoteles, almacenes y otros establecimientos; a las diez entro en mi camarote para recoger algunas cosas sueltas. Más de una vez tengo que interrumpir estas líneas, tanto por el vaivén del buque, cuando porque la ola que sube hasta la ventanilla me intercepta la luz. Los criados arrollan las camas, en una sala se desarman los camarotes que se habían improvisado; las señoritas cambian sus trajes por otros de gala; el tiempo se serena poco a poco.
A la una de la tarde subo a cubierta, diviso una costa nebulosa y unos sembrados en la falda de unos cerros; más tarde el horizonte se aclara y entonces los objetos se hacen más visibles. Nos acercamos a tierra, el sol rasga las nubes, cuatro banderas se izan, se ven casas y ganados, luego una fortaleza y al dar la vuelta… San francisco, seno de aventuras.
A las tres y media atracamos a un edificio donde nos esperan los coches. ¡Qué afluencia de gente! Todos nos pasan tarjetas y carteles, y nos ofrecen hoteles y carruajes. ¡Qué estruendo tan aturdidor! ¡Qué confusión de lenguas! ¿ha sonado ya la hora del juicio?
El muelle de San Francisco es inmenso, en él hay calles, edificios soberbios, almacenes espaciosos. La bahía es tan mansa como una laguna: allí aparecen un bosque de mástiles, una densa nube de humo que exhalan los vapores de todas dimensiones; rimeros de madera, fardos, cajones, barriles, multitud de trajinantes que van y vienen como las hormigas; carros tirados por hermosos caballos percherones, coches atestados de pasajeros, revendedores de cigarros, naranjas y periódicos, un ejército de chinos de larga trenza, loros que hablan inglés que las pela, una infinidad de objetos indescriptibles.
A las cuatro tomo el coche del hotel California, en cuyo establecimiento se habla español, inglés y francés. A esta misma hora anuncian la llegada del Golden Gate, y uno de ellos trae la lista de los pasajeros, cuyo total es 803, aunque un diario francés le pone mil.
He aquí una coincidencia singular, día martes me embarqué en Valparaíso, día martes desembarqué en Panamá, martes volví a embarcarme en ese puerto y martes llegué a San Francisco.