28.4.07

La Cartera de un Proscrito I



Viaje al Callao
En tiempos de don Manuel Montt, los escritores liberales podían despedirse de sus amigos por medio de una tarjeta semejante:
Fulano de tal
Envíen órdenes para Magallanes.
O bien, dejar escrito un comunicado en esta forma:
“Fulano de tal suplica a su familia y amigos le dispensen el que no haya pasado a despedirse personalmente de ellos por salir de oculto para el Perú o Mendoza”.
Con arreglo a esta costumbre y después de más de un año en las cárceles me llegó también mi turno.
Así pues el 18 de mayo de 1860 me embarco en Valparaíso para Panamá en el vapor Bolivia, con dirección a Estados Unidos, para cuya república salgo desterrado.
El gobierno nos concedió esta gracia de tan buena voluntad como si se la hubiese pedido para Pekín, porque lo que el gobierno quiere es que los liberales se vayan lejos de Chile, cuanto más lejos tanto mejor. Mis otros compañeros de infortunio, menos felices que yo, salieron desterrados para Europa, después de haber solicitado en vano se les dejase ir a alguna de las Repúblicas de Sudamérica, para estar más cerca de sus familias.
Sea por las amarguras de la época, sea por la animosidad de nuestros mandatarios, yo no siento ningún pesar por dejar a Chile. Talvez, si el gobierno conociese el vivo placer con que emprendo este viaje, de seguro que no me habría concedido su licencia.
Hace uno de esos días bellos y apacibles que comunican a nuestro espíritu la dulce tranquilidad en que reposa la naturaleza. Atravieso el muelle por medio de una masa compacta de jornaleros y curiosos, y tomo un bote que me lleva al vapor. A medida que adelanto la población de Valparaíso se destaca de las quebradas vecinas y aparece a mi vista en un dilatado conjunto. Aquel inmenso caserío, aquel torbellino de hombres, aquel laberinto de embarcaciones, disminuye proporcionalmente conforme me alejo de la playa. Si yo fuese supersticioso me habría embarcado con un triste presentimiento, porque hoy es día martes y el martes es, según dicen, aciago para la cristiandad.
Dejo en tierra un numeroso gentío que nos ve partir y hallo a bordo una ciudad entera. Como todo sitio de despedida, el vapor ofrece tiernas y galantes escenas, aquí se abrazan, allí revelan los semblantes bañados en lágrimas, allá se agitan sombreros y pañuelos en señal de un adiós postrero. Los pasajeros que se embarcan, los marineros que reciben nuestros equipajes, las voces de mando, el cacareo de las aves, el gruñido de los cerdos, forman una batahola infernal.
A la una de la tarde cesa toda comunicación con tierra y se dispara un cañonazo a bordo para anunciar la salida del vapor. Todos se agolpan en la cubierta para despedirse por última vez de los objetos más queridos de su corazón. El vapor semejante a una gaviota que hiende las ondas, empieza a batir sus ruedas y a dejar en pos de si un rastro de blanca espuma. La tierra huye, Valparaíso se sustrae a nuestras miradas, nuestros pasos son vacilantes, el mar y la costa son ya los únicos objetos que se divisan. Principia el mareo, en unos con estrepitosas arcadas, y en otros con ese malestar interno que nos roba todas nuestras facultades. Los chilenos creen que el mejor antídoto contra el mareo es el membrillo y he aquí porque todos van obsequiando y comiendo de esa fruta.
Viene a bordo uno de esos caracteres que hablan de todo, sin desconcentrarse. Este charla como un pájaro que se despierta por la mañana anheloso de cantar habla de la América, truena contra los ingleses, recuerda a nuestros grandes hombres y exclama cuando ve al piloto:— ¡el náutico! … ¡ahí va el náutico! … ese es el oficial que roba en la bodega.
Fascinado el auditorio con estos chistes, celebra las alusiones y lo incita a proseguir, pero el dice: — “caballeros de buena gana me iría con ustedes hasta Cobija si no tocase ya el término de mi viaje. Aquella es mi casa (y señala un hotel de Coquimbo), esa es suya y mía y ahí me encuentran”.
En efecto, durante esta conversación, el día dos a las dos de la tarde habíamos divisado las torres de la Serena, y media hora después fondeábamos en el puerto de Coquimbo. En este ínterin compramos sandías, lúcumas, frutillas; se embarcan nuevos pasajeros, se reciben a bordo algunos novillos y carneros, y continuamos nuestra navegación a las cuatro.
El tres reina entre los pasajeros una agitación vivísima con motivo de la proximidad de Caldera. La mayor parte de los de cubierta y algunos de cámara, se preparan a desembarcar en este puerto.
A las cinco atracamos el muelle. ¡Qué bulla! ¡qué confusión! Mientras el vapor embarca carbón y recibe nueva carga, descendemos a tierra.
Hace una hermosísima noche de verano, la luna brilla en medio de un cielo sembrado de estrellas; la población yace silenciosa en el centro. El aspecto físico de Caldera es árido como el de Coquimbo; sus calles son arenosas y desiertas. Los comerciantes están trabajando en sus escritorios, talvez asentando la venta del día.
Después de una hora de vagancia taciturna, después de unas mesas de billar que juegan nuestros amigos, volvemos al vapor. A las diez se tira un cañonazo para llamar a los perezosos. A esta hora se establece una chingana entre los pasajeros de cubierta, beben chicha baya, cantan y bailan la zamacueca.
— ¡Son chilenos! Dicen tranquilamente unos extranjeros fumando sus pipas.
El cinco a las once de la mañana fondeamos en Cobija. Este puerto está situado al pié de un cordón de cerros completamente estériles, es una población mísera que vive del comercio exterior, sin muelle, sin aduana, sin buques; es la imagen de la penuria. Los chilenos han llevado a vender repollos, cebollas, papas, chacolí y aves. Nos separamos de este puerto a las dos de la tarde.
El seis a las nueve llegamos a Iquique; es mucho mejor que Cobija, sin embargo de que el terreno no se desmiente un punto. Hasta aquí alcanzan los chilenos que venían comerciando con los artículos que he mencionado más arriba. El comercio de Iquique consiste en la exportación del salitre y en la importación de los víveres.
La noche del siete se pasa casi toda en vela, a consecuencia de que el vapor tocaba en Arica. El cañón de a bordo nos anunció que habíamos a este punto a las dos de la mañana. De buena gana habría descendido a tierra si hubiésemos llegado en otra época más oportuna. A las cinco volví a subir a cubierta para ver si podía distinguir sus casas; pero solamente divisé un bosquecillo de árboles que se dibujaba en la oscuridad y algunos edificios cercanos a la playa. Los pocos pasajeros que hemos recogido en estos puertos presentan el tipo de la raza mongólica, y todos traen su botella de pisco.
El ocho a las cinco de la mañana anclamos en Islai, puerto pequeño compuesto de un montón de casas fabricadas en la cima de las rocas. A las seis entró un vapor que dijeron, era el Callao con rumbo a Valparaíso, y a las siete y media desamparamos nosotros la bahía.
La noche del jueves fue un poco borrascosa. Con ese motivo hubo una grande alarma entre los hombres y mujeres de cubierta, de que nosotros no nos apercibimos por ir entretenidos en la tertulia de cámara. Algunos de nuestros conviajantes no durmieron tranquilos por estar pensando en los bramidos del mar y en que el casco del vapor estaba enteramente deteriorado.
A las cinco de la mañana sacudió nuestro profundo sueño la explosión de un cañonazo: acabábamos de llegar a Pisco. Inmediatamente me vestí y subí arriba.
Pisco está situado en una llanura poblada de árboles, parecida a la faja de árboles que se extiende en Human cerca de los Ángeles. No sé si la vista me engañaba; pero aquellos que me parecían pinos y el tiempo nebuloso, me traían a la memoria los campos de Arauco. Pisco tiene un soberbio muelle de fierro que vi desde lejos porque no atracamos a él.
Vienen al vapor algunos botes cargados de plátanos, granadas, naranjas, limones dulces, limas y frascos de pisco. Se embarca una buena caterva de mulatos y mulatas; todas traen sombreros y fuman puros, y hasta las señoras también hablan en el mismo sonsonete que los arribanos de Chile. En Pisco se oye con la misma frecuencia que en Lima el pues y el oiga usted. Los marinos remedaban perfectamente el acento, cuando les decían a las mujeres: oiga usted pues, venga usted pues.
A las nueve dejamos a Pisco y nos encaminamos a las islas de Chincha, a donde llegamos como a las once. Antes de que fondeemos vienen a encontrarnos veinte y seis botes cargados de fruta, pasajeros y curiosos. Cuento sesenta buques anclados. Veo en la cubierta del vapor una humareda de cigarros puros, oprimidos por unos labios de rosa y por otros morenos. Cada vez que las cholitas suben alguna escala, se arremangan los vestidos hasta arriba! Pero solamente se les ve los calzones muy fileteados! Embarcada la correspondencia y unos cuantos pasajeros, nos ponemos en marcha.
El once a las seis de la mañana arribamos al Callao. Lo primero que distinguen mis ojos son los buques de la bahía, los torreones y castillos del puerto. Durante un rato estuve contemplando esta ciudad que despertaba en mi mente recuerdos tan gloriosos para nuestra armada. A las nueve salté a tierra. Andaba paseando por algunas calles para ver si encontraba algún paisano, cuando oí el pito del ferrocarril; tomé el tren y me fui a Lima. Por la ventanilla del carro divisé los campos a vuelo de pájaro, que me parecieron bastante hermosos y muy verdes, a pesar de la estación, pero no tan poblados. Media hora después me hallaba en la Capital de la América, en esa lima por dentro y fuera.

9.4.07

La Cartera de un Proscrito VII


Regreso a Lima
La Tarántula Nº 33 26 de julio de 1862

El aislamiento, la oscuridad en que vivía en la Contra-Costa y más que todo el recuerdo incesante de la patria me hicieron tomar de súbito la determinación de volverme a Lima para estar más en contacto con mis paisanos y los asuntos de Chile. Vine pues a San Francisco en busca de un buque en que embarcarme, y allí que la barca sarda Carlota estaba próxima a darse a vela para el Callao; tomé mi pasaje en ella junto con otros chilenos y me restituí a San Joaquín a preparar mi equipaje, a pesar de que en el silencio en que vivía echaba de menos la soledad del mar, me abrumaba una pena lenta al revisar de nuevo los objetos que había llevado de Chile, y al considerar que era muy probable que me despedía para siempre de unos valles risueños donde había pasado unos días de feliz retiro. Otro pesar me atormentaba también, y era el no haber podido continuar mi viaje a los otros Estados de la Unión como lo tenía dispuesto.
Permanecimos en San Francisco hasta el 29 de septiembre, época en que a las once de la mañana nos trasladamos a bordo, y a las doce zarpamos del puerto. Durante algún tiempo nuestra navegación fue rápida y feliz porque el viento nos favorecía; pero luego sobrevino esa calma odiosa que es tan frecuente en los buques de vela. En este estado procurábamos adormecer nuestra independencia gozando de las bellas expectativas del mar. El sol descendía majestuoso a reclinarse en las ondas. La brisa jugueteaba con el azulado Océano ciñendo su superficie de blancos rizos de espuma. Algunas aves marítimas venían a revolotear alrededor de nuestro buque; bandadas de pescados alados surgían del fondo: cintas de algas aparecían flotando de la cima. Más tarde, la luna se levantaba de su húmedo lecho y venía a iluminar el horizonte; las estrellas brotaban en el firmamento y se reflejaban en el espejo de las aguas; una tenue brisa pasaba suspirando y le arrancaba a nuestra barca melancólicos gemidos.
Una noche me encontraba sentado en la cubierta respirando el ambiente, porque la temperatura había cambiado y el calor era insufrible en la cámara. El buque se mecía blandamente al empuje de las olas; la noche estaba entoldada, pero a la claridad de las estrellas divisaba en el horizonte un nubarrón que se prolongaba a guisa de cordillera. ¡Hechicera ilusión! En aquellas aguas calladas, en aquella nube opaca, yo creía ver la bahía de Talcahuano, el cerro de Tumbes y la isla Quiriquina. Uno de los chilenos, desterrado también, debió pensar en lo mismo que yo, porque en ese instante me arrancó de aquel enajenamiento hablándome del caso fortuito de llegar a Talcahuano en vez de llegar al Callao.
¡Ay! Estábamos tan distantes de Chile, que en aquellos momentos navegábamos todavía en los mares de Méjico. ¡Sagrado amor de la patria! ¿Porqué venías de continuo a interponerte en nuestras meditaciones?
Algunos días después tuvimos un tiempo contrario; soplaba un viento violento, torrentes de agua descendían del cielo; el mar se arremolinaba y lanzaba unas olas sobre la cubierta; nuestra barca se balanceaba como una cáscara de nuez.
La tripulación y pasajeros no podíamos dar un paso sin vacilar; almorzábamos y comíamos con muchísima incomodidad. Cuando subíamos arriba era preciso asirnos de los cables para no caer. En medio de nuestro desasosegado sueño nos despertábamos tres o cuatro veces para agarrarnos de los camarotes; algunos de estos movimientos eran tan bruscos que estábamos a punto de volcar.
El retrato de Garibaldi venía colgado en la testera de la cámara. Una tarde de borrasca que leía yo en la mesa, levantaba mis ojos él y lo veía balancearse a la par del buque. Garibaldi de pié, con la mano puesta sobre la empuñadura de su espada, con una fisonomía llena de fiereza, me parecía que desafiaba las iras del mar.
El viento nos alejó de las costas del Callao en términos que a pocas millas más habríamos estado más cerca de Valparaíso que del Callao ¡Qué fastidiosa se hizo entonces nuestra navegación! Estar a un día de camino y no poder arribar a aquel puerto, unas veces por la calma y otras por el viento! Todas las mañanas se presentaba a nuestra vista un mismo horizonte, habíamos leído todo lo que teníamos que leer, eran ya pasados cincuenta días y todavía no divisábamos las costas del Perú.
El cuatro de diciembre nos empujaba un viento favorable, cuando a las nueve de la mañana nos pusimos al habla con un bergantín inglés que venía de Valparaíso En 15 días: “Los negocios están malos, no hay nada que hacer”, contestó el capitán a una pregunta que, a instancias mías, le dirigió el nuestro sobre el estado de Chile.
El cinco a las seis de la mañana, nos pusimos al frente de la isla de San Lorenzo. Una espesa niebla nos escondía lo demás, pero desde la víspera habíamos conocido la proximidad de la tierra por ser el mar más manso, menos diáfano y por las emanaciones terrestres que nos traía el aire.
Entramos al puerto a las doce, y estuvimos incomunicados toda la tarde, hasta las cinco en que se recibió orden para desembarcar los pasajeros. La noche la pasamos todavía en el buque, y el seis por la mañana saltamos a tierra. Inmediatamente hirió nuestra vista este espectáculo extraño: grupos de jornaleros fumando o reposando indolentemente, bandadas de soldados, mujeres, mendigos, beatas, en fin, todas las notabilidades de la América del Sur.
Más tarde vi en Lima a un hombre ebrio que llevaban a la cárcel dos celadores empujándole y dándole de palos. El infeliz se enfurecía con este mal trato, se desgarraba los vestidos y marchaba a la rastra impelido por sus conductores. Al ver esto me acordé súbitamente de la frontera; pero estaba en Lima que era una cosa igual.
La misma escena me saludó después a mi llegada a Concepción.