19.3.07

La Cartera de un Proscrito V


VIAJE POR LA COSTA - La Tarántula 19 de julio de 1862

Algunos días después emprendí una excursión a la costa. Una mañana a las ocho, atravesé en el San Antonio el brazo de mar que divide a San Francisco de O´Kland. Cuando el vapor empezó a navegar, subí a la cubierta para juzgar de la vista de la bahía. Desde ese punto divisé a mis espaldas la confusa arboladura de los buques y el inmenso caserío de San Francisco que subía y bajaba los cerros; al frente se dibujaba entre las brumas de la mañana el pueblo de O´Kland y un bosque de encinas; a la izquierda el mar y la costa, y a la derecha un objeto que no sabía qué era; pero que después se me dijo ser el pueblo de San Antonio.
Media hora duró esta navegación, del valor de dos reales, atracamos al muelle y descendí a tierra. Aquí había cuatro diligencias para conducir a los pasajeros para diferentes puntos del interior.
O´Kland se compone de una calle principal, ancha y arenosa en cuyo centro, hacia el final de ella, hay algunas encinas aisladas. O´Kland está poblado de paradores, tiendas, hoteles y cafés, restaurantes y comunicado, como todos los pueblos de California por telégrafos, vapores, diligencias, imprentas, etc.
En California para establecer un correo no se pregunta como entre nosotros, si la población es pequeña, sino se planta de hecho, no se dice lo que se dijo en el Senado tratándose del ferrocarril de Concepción a Talcahuano:
- “¿Para qué quieren ferrocarril los penquistas?, ¡Para divertirse!” (Textual)
En California no sucede como entre nosotros, que cuando se funda un mísero establecimiento, nos enloquecemos de gozo y bendecimos a nuestros mandatarios. ¡Tan acostumbrados estamos a que estos no hagan nada!
Recuerdo que cuando en Santiago se plantaban los postes del telégrafo de Valparaíso, la gente se agolpó embobada a presenciar esta operación y en medio de su embobamiento exclamaba: - “¡Cómo se conoce que estamos en el siglo de los prodigios!”.
Y cuando después se cercioró de que por el alambre no podían ir cartas como por la estafeta, exclamó apesadumbrada: - “¡Patarata! ¡No sirve más que para conversar!” (Textual también).
¿Para qué ha de establecerse un telégrafo en Concepción si ese vehículo no sirve más que para conversar? ¿Para qué un ferrocarril si los penquistas lo quieren solo para divertirse? ¿Para qué un correo, una línea de coches, una imprenta, una biblioteca, “si los pueblos no están todavía en estado de apreciar estos beneficios?” (Textual de un periódico semioficial de Santiago).
Pero dejemos estas cosas nacionales y volvamos a las extranjeras.
En el grupo de las diligencias que espera en el muelle hay un cochero que grita en inglés: ¡Ya me voy a San Pablo! Subo pues a este carruaje y echamos a andar. La vegetación presenta un lujo encantador. Los más embriagantes perfumes embalsaman la atmósfera. El cielo puro y el aire suave y agradable. A un lado se divisa el mar como una inmensa esmeralda; al otro un cordón de cerros y en el centro un valle amenísimo, sembrado de trigo y cebada que empieza a madurar. ¿Por qué estos lindos campos nos traen a la memoria los de Chile? En todo lo que ven mis ojos se refleja la imagen adorada de de la patria ausente.
Llego a Las Codornices y desciendo del carruaje. Los labradores están entregados a sus labores sin cuidarse de los que van ni los que vienen; al revés de nosotros, que cuando pasa alguien lo miramos, le criticamos y dejamos nuestras tareas para saber quién es, de dónde viene, a dónde y a qué va.
De Las Codornices me dirijo a San Pablo en compañía de un chileno con quien hago esta travesía a caballo. Hace un gran calor, pero por fortuna llegamos pronto a esta población, donde nos apeamos en un hotel chileno.
¿Quién es esta madama Serwood, the Mammoth Lady, cuyo retrato hace días, veo en todas partes? Esta M. Serwood es una irlandesa, de una extraordinaria gordura, que pesa 643 libras y que se enseña en los hoteles por cuatro reales de entrada. Un día los yanquis quisieron obligarla a que se desnudase y se pesase a la vista de ellos; pero la buena madama resistió la prueba.
De San Pablo paso al Pinol y de aquí a San Joaquín. Siempre observo el mismo panorama, solo con algunas modificaciones en el terreno. Veo pasar las embarcaciones que se dirigen a Sacramento y a otros pueblos; veo también a Vallejos, y más allá a nuestra derecha, detrás de unas lomas, se encuentra Martínez.
A pesar de que me hallo entre chilenos, la mayor parte de la conversación se me pasa por alto, por valerse de términos mexicanos cuyo significado no comprendo. He aquí algunos con su correspondiente traducción.
Milpas Chácaras.
Chícharos Arvejas.
Elotes Choclos.
Hijotes Fréjoles.
Pinol Harina.
Sacate Pasto.
Rancho Fundo.
Reata Lazo.
Mecate Soga.
Chirrión Chicote.
Jalar Tirar.
Persogar Amarrar un caballo.
Pilar hijotes Arrancar porotos.
Envolver tamales Hacer humitas, etc.
De los sudamericanos, el chileno es el más solicitado para los trabajos de la agricultura, porque es el más entendido en esta industria y el que compite con los yanquis en robustez. El chileno no es considerado como gañán, sino como trabajador en los fundos, vive en cuartos, duerme en camas, come en salas destinadas a este fin, gana un jornal de uno hasta de dos pesos en el campo y tres a cuatro en las minas; se le alimenta con carne fresca, legumbre, pescado, pan blanco, mantequilla (en ciertas épocas) y té o café a discreción; viste con más o menos decencia, según sus facultades, viaja en vapores y en diligencias, se aloja en los hoteles de primer orden, asiste al teatro, en fin, no se le repele de ninguna parte, ni se le molesta si no da lugar para ello. En California, si quiebra, no va a la cárcel, como tan rencorosamente se procede aquí; si no quiere trabajar a jornal, campos tiene a su disposición; si quiere casarse, da la limosna que le place, y la ceremonia es igual para todos.
Distinta es por cierto la condición de que gozan por acá nuestros peones e inquilinos. ¿Cómo se les trata en las haciendas? Cómo a negros bozales que está pendientes de la voz o del látigo del mayoral, duermen a pampa rasa, en los pajales o en las cocinas, comen una ración de fréjoles mal guisados y un ulpo de harina cuando la hay; ganan un miserable diario, visten con pobreza y entran a menudo a los cuarteles, a la cárcel o las chinganas. ¿Cómo queremos que nuestros huasos se civilicen, si los miramos como una raza proscripta, si nos aprovechamos de sus sudores para levantar nuestra fortuna, si los excluimos de toda participación en los negocios públicos y sólo nos acordamos de ellos en las revueltas?
Nuestros gañanes no tienen descanso casi en ningún día del año; toda la semana trabajan para sus patrones o acuden al llamado del juez o del comandante. ¿Para qué los quiere el juez? Para que vayan a dejarle una carta a los quintos infiernos, para que tomen presos a tales vecinos enemigos suyos, para que patrullen de noche… Y estos servicios los prestan los pobres gratuitamente, sin remuneración ninguna, en sus propios caballos y a su costa, so pena del rollo o de una multa.
¿Por qué motivo y en virtud de qué ley se obliga a los ciudadanos a prestar el servicio de patrullas? Será con el de atender a la seguridad común: pero la seguridad está confiada a la fuerza pública y no a los individuos.
El servicio de patrullas que se impone a los ciudadanos es una nueva contribución, para la cual no reconocemos derechos ni facultades en los agentes del Ejecutivo, sino en el Congreso como expresamente lo declara la Constitución.
Obligar a los ciudadanos a desvelarse noches enteras, inutilizándose para los trabajos del día, es una contribución incómoda y perjudicial. Mientras tanto el soldado reposa en los cuarteles, recibe su sueldo todos los meses. Y asciende y gana premios sin pelear. Sólo el paisano no más no goza de de estas prerrogativas.
Nuestros trabajadores tampoco tienen un día libre el domingo, porque el comandante los espera en el campo para enseñarles que cosa?... ¡el manejo de la lanza!
Y cuando no es para estos servicios es para que vayan a trabajarle gratis en sus cosechas, para que vayan a buscarle los animales que se les han perdido… ¿Hay cosa más odiosa que estos servicios personales que los subdelegados y comandantes de milicias exigen de nuestros huasos? ¡Por eso en la frontera se tiene tanto apego a estos destinos!
El pobre nunca sale de su abatimiento porque faltándole tiempo para trabajar para sí, le falta también el dinero para mantener a su familia: y no teniéndolo y debiéndolo, va a la cárcel o se mete a ladrón, o se arranca a su país y se interna en la Araucanía en busca de una vida inmoral y licenciosa.
Para sustraerse pues a esta pobreza que le agravia, a los jueces y comandantes que le tiranizan, al cura que no le casa si no le da una cantidad superior a la que puede ganarse en uno o dos meses, emigra de su patria y se va al extranjero.
¡Bien hecho! Entre los araucanos, como los yanquis, encuentra más recursos, más libertad, menos pagos y menos sujeción y entre nosotros… ¡oprobio, rollo y cadenas!

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