9.4.07

La Cartera de un Proscrito VII


Regreso a Lima
La Tarántula Nº 33 26 de julio de 1862

El aislamiento, la oscuridad en que vivía en la Contra-Costa y más que todo el recuerdo incesante de la patria me hicieron tomar de súbito la determinación de volverme a Lima para estar más en contacto con mis paisanos y los asuntos de Chile. Vine pues a San Francisco en busca de un buque en que embarcarme, y allí que la barca sarda Carlota estaba próxima a darse a vela para el Callao; tomé mi pasaje en ella junto con otros chilenos y me restituí a San Joaquín a preparar mi equipaje, a pesar de que en el silencio en que vivía echaba de menos la soledad del mar, me abrumaba una pena lenta al revisar de nuevo los objetos que había llevado de Chile, y al considerar que era muy probable que me despedía para siempre de unos valles risueños donde había pasado unos días de feliz retiro. Otro pesar me atormentaba también, y era el no haber podido continuar mi viaje a los otros Estados de la Unión como lo tenía dispuesto.
Permanecimos en San Francisco hasta el 29 de septiembre, época en que a las once de la mañana nos trasladamos a bordo, y a las doce zarpamos del puerto. Durante algún tiempo nuestra navegación fue rápida y feliz porque el viento nos favorecía; pero luego sobrevino esa calma odiosa que es tan frecuente en los buques de vela. En este estado procurábamos adormecer nuestra independencia gozando de las bellas expectativas del mar. El sol descendía majestuoso a reclinarse en las ondas. La brisa jugueteaba con el azulado Océano ciñendo su superficie de blancos rizos de espuma. Algunas aves marítimas venían a revolotear alrededor de nuestro buque; bandadas de pescados alados surgían del fondo: cintas de algas aparecían flotando de la cima. Más tarde, la luna se levantaba de su húmedo lecho y venía a iluminar el horizonte; las estrellas brotaban en el firmamento y se reflejaban en el espejo de las aguas; una tenue brisa pasaba suspirando y le arrancaba a nuestra barca melancólicos gemidos.
Una noche me encontraba sentado en la cubierta respirando el ambiente, porque la temperatura había cambiado y el calor era insufrible en la cámara. El buque se mecía blandamente al empuje de las olas; la noche estaba entoldada, pero a la claridad de las estrellas divisaba en el horizonte un nubarrón que se prolongaba a guisa de cordillera. ¡Hechicera ilusión! En aquellas aguas calladas, en aquella nube opaca, yo creía ver la bahía de Talcahuano, el cerro de Tumbes y la isla Quiriquina. Uno de los chilenos, desterrado también, debió pensar en lo mismo que yo, porque en ese instante me arrancó de aquel enajenamiento hablándome del caso fortuito de llegar a Talcahuano en vez de llegar al Callao.
¡Ay! Estábamos tan distantes de Chile, que en aquellos momentos navegábamos todavía en los mares de Méjico. ¡Sagrado amor de la patria! ¿Porqué venías de continuo a interponerte en nuestras meditaciones?
Algunos días después tuvimos un tiempo contrario; soplaba un viento violento, torrentes de agua descendían del cielo; el mar se arremolinaba y lanzaba unas olas sobre la cubierta; nuestra barca se balanceaba como una cáscara de nuez.
La tripulación y pasajeros no podíamos dar un paso sin vacilar; almorzábamos y comíamos con muchísima incomodidad. Cuando subíamos arriba era preciso asirnos de los cables para no caer. En medio de nuestro desasosegado sueño nos despertábamos tres o cuatro veces para agarrarnos de los camarotes; algunos de estos movimientos eran tan bruscos que estábamos a punto de volcar.
El retrato de Garibaldi venía colgado en la testera de la cámara. Una tarde de borrasca que leía yo en la mesa, levantaba mis ojos él y lo veía balancearse a la par del buque. Garibaldi de pié, con la mano puesta sobre la empuñadura de su espada, con una fisonomía llena de fiereza, me parecía que desafiaba las iras del mar.
El viento nos alejó de las costas del Callao en términos que a pocas millas más habríamos estado más cerca de Valparaíso que del Callao ¡Qué fastidiosa se hizo entonces nuestra navegación! Estar a un día de camino y no poder arribar a aquel puerto, unas veces por la calma y otras por el viento! Todas las mañanas se presentaba a nuestra vista un mismo horizonte, habíamos leído todo lo que teníamos que leer, eran ya pasados cincuenta días y todavía no divisábamos las costas del Perú.
El cuatro de diciembre nos empujaba un viento favorable, cuando a las nueve de la mañana nos pusimos al habla con un bergantín inglés que venía de Valparaíso En 15 días: “Los negocios están malos, no hay nada que hacer”, contestó el capitán a una pregunta que, a instancias mías, le dirigió el nuestro sobre el estado de Chile.
El cinco a las seis de la mañana, nos pusimos al frente de la isla de San Lorenzo. Una espesa niebla nos escondía lo demás, pero desde la víspera habíamos conocido la proximidad de la tierra por ser el mar más manso, menos diáfano y por las emanaciones terrestres que nos traía el aire.
Entramos al puerto a las doce, y estuvimos incomunicados toda la tarde, hasta las cinco en que se recibió orden para desembarcar los pasajeros. La noche la pasamos todavía en el buque, y el seis por la mañana saltamos a tierra. Inmediatamente hirió nuestra vista este espectáculo extraño: grupos de jornaleros fumando o reposando indolentemente, bandadas de soldados, mujeres, mendigos, beatas, en fin, todas las notabilidades de la América del Sur.
Más tarde vi en Lima a un hombre ebrio que llevaban a la cárcel dos celadores empujándole y dándole de palos. El infeliz se enfurecía con este mal trato, se desgarraba los vestidos y marchaba a la rastra impelido por sus conductores. Al ver esto me acordé súbitamente de la frontera; pero estaba en Lima que era una cosa igual.
La misma escena me saludó después a mi llegada a Concepción.

No hay comentarios.: